Las sectas evangélicas: un debate que empieza[1] Por: Guillermo Castro H.
I
Durante los últimos años, la Iglesia católica latinoamericana ha
venido manifestando preocupación por la actividad de las sectas religiosas de
carácter evangélico, que le disputa su clientela tradicional en determinados
sectores populares. Recientemente, la Conferencia Episcopal Latinoamericana
reunida en Asunción, Paraguay, ubicó a esas sectas como uno de los tres
terrenos fundamentales de desafío que la Iglesia debe enfrentar, junto a la
Teología de la Liberación y la evangelización de la cultura.
La Iglesia, sin embargo, no ha estado sola en ese terreno.
Paradójicamente, su más fiel compañero de ruta en la denuncia constante de la
actividad de las sectas ha sido la izquierda latinoamericana, incluyendo
a las organizaciones marxistas-leninistas de la misma. A la izquierda,
por supuesto, no le preocupa el problema de la Iglesia con su clientela
tradicional, sino la labor divisionista, desmovilizadora y anticomunista a
ultranza que las sectas desarrollan en el seno del movimiento popular.
Para ambas, Iglesia e izquierda, está llegando el momento de pasar de la
denuncia al análisis y al debate del hecho que las preocupa.
Para la Iglesia, el problema que plantean las sectas es confesional antes que
social o político. Para la izquierda hasta ahora, el problema es
eminentemente político antes que social o confesional. Sin embargo, todos
estos factores convergen en el debate que se inicia, que debe llegar a
establecer la jerarquía que corresponde a cada uno de ellos. Si tal cosa
no se logra, ambas partes seguirán atadas a explicaciones que nada
explican. En el caso de la Iglesia, la inexplicable equivocación de
sectores importantes de su clientela, que han dejado de ver en ella el
verdadero camino de salvación. En el caso de la izquierda, la
inexplicable disposición de sectores populares a someterse a una maquiavélica
conspiración imperialista destinada a prolongar el sometimiento de nuestros
pueblos a una potencia extranjera.
La razón que explique el problema deberá, sin duda, tener en cuenta las razones
a que aluden la Iglesia y la izquierda. Pero no podrá limitarse a ellas,
sino que deberá insertarlas en el marco más amplio de la etapa histórica que
vive América latina, en la cual se han creado aquéllas condiciones que han
hecho de las sectas el problema que hoy constituyen para ambas.
II
En un documento sobre los problemas del ecumenismo, la
Conferencia Episcopal de Panamá señala el año 1953 como primera fecha de
presencia de las sectas en Panamá. Los problemas que las sectas le
plantean a la Iglesia, sin embargo, datan de las décadas de 1970 y 1980.
Para analizar un problema social, es necesario en primer término ubicarlo en la
historia de la sociedad en que ese problema tiene lugar. Si lo hacemos así
en el caso de Panamá, resulta evidente que el problema de las sectas coincide
con un período en que se acelera y moderniza notablemente el desarrollo del
capitalismo dependiente en nuestro país.
Un desarrollo de ese tipo acarrea entre sus consecuencias la erosión acelerada
de la estructura en que se asentaba el orden social anterior. Ese cambio,
a su vez, plantea situaciones vitales nuevas a quienes resultan víctimas del
mismo, y esas nuevas situaciones modifican las necesidades espirituales de los
afectados. Si a ello se agrega el hecho de que el cambio se produce a
través de una acelerada centralización y transnacionalización del poder
económico –como lo demuestran autores como Juan Jované, Xavier Gorostiaga y
William Hughes, entre otros-, y se traduce en importante procesos de migración
y creación de asentamientos humanos nuevos –como lo prueban estudios de Marco
Gandásegui-, encontramos los elementos imprescindibles para una explicación
sociológica de la formación de la clientela de las sectas evangélicas.
En efecto, y hasta que algún estudio pruebe lo contrario, las sectas parecen
ser en primer términos elementos que contribuyen a la resocialización de por lo
menos un sector de los desplazados de su lugar en las viejas estructuras
sociales y territoriales por el desarrollo del capitalismo en Panamá. Ese
sector no está constituido por necesidad los más pobres o los menos educados de
quienes así se ven desplazados. En efecto, lo que ofrece la opción
religiosa individualista, egoísta y rigurosa de las sectas es una esperanza de
salvación en un mundo en cambio a través de la incorporación de los creyentes a
normas de conductas adecuadas a su supervivencia exitosa frente a esos
cambios. Ahorrando, disciplinando el uso de su tiempo libre y desarrollando
su capacidad de adaptación obediente al nuevo orden social, el migrante
encuentra condiciones que le facilitan convertirse en miembro de las capas
medias bajas y dejar de ser así un desplazado sin destino.
La posibilidad de ese desarrollo está presente ya en la misma naturaleza
contradictoria del campesinado, comunitaria e individualista a un tiempo. Lo
que las sectas hacen, en este sentido, es aprovechar una circunstancia en que
la segunda característica prima sobre la segunda. La Iglesia, en cambio,
depende de que la primera se reconstituya, lo cual es mucho más lento. La
izquierda, por su parte, enfrenta una situación que sabe explicar teóricamente,
pero no reconocer en la práctica: la formación de una nueva capa de pequeños
burgueses urbanos y rurales, cuyo individualismo los convierte, con la ayuda
del discurso religioso de las sectas, en clientela natural de opciones
políticas reaccionarias.
III
El discurso religioso de las sectas evangélicas
contribuye, así,como hemos visto, a la formación de una nueva capa de clase
media baja reaccionaria en el seno de los sectores populares. Su
individualismo, acentuado por la erosión que el desarrollo capitalista provoca
en sus estructuras comunitarias de origen, facilita a las sectas la difusión de
su discurso religioso, que enfatiza justamente el éxito socioeconómico
individual como prueba de la gracia divina. Eso mismo los convierte en
clientes y agentes naturales de opciones políticas reaccionarias que, dado el
origen fundamentalmente norteamericano de esas sectas, tienden a coincidir con
los intereses estratégicos del imperialismo.
Es interesante anotar, a este respecto, que la clientela de las sectas tiende a
estabilizarse en cifras cercanas al 20% del total de la población en todos los
países en que actúan. Esto incluye tanto aquellos países en que las
sectas han recibido apoyo oficial del gobierno para su actividad en algún
momento –como son los casos de Guatemala y Chile-debido a contradicciones entre
sus gobiernos fascistas y la Iglesia Católica, como en aquéllos en que tal
apoyo no ha existido. Las sectas, en este sentido, introducen una cuña
entre los sectores superiores y minoritarios de la sociedad, y los inferiores y
mayoritarios, que siguen siendo católicos. En esto, precisamente, radica el
problema que plantean a la Iglesia católica y la izquierda desde el punto de
vista sociopolítico.
En nuestros países subdesarrollados, en efecto, los sectores de capas
medias bajas han sido y son una cantera privilegiada de dirigentes y
organizadores que establecen vínculos indispensables entre las organizaciones e
instituciones políticas y sociales, y las grandes masas populares de la
población. En este sentido, a la Iglesia le preocupa la erosión de su clientela
a manos de las sectas no sólo por la cuantía de la misma, sino por el sector de
la sociedad donde esa erosión se produce, que es aquel donde la Iglesia ha
reclutado tradicionalmente sus cuadros y colaboradores de nivel medio. La
situación es semejante, en cierto sentido, para la izquierda, que depende para
su actividad de los sectores más avanzados del movimiento popular: aquéllos
que, libres de la desideologización propia de la extrema pobreza, tienen las
condiciones básicas de instrucción y motivación para el trabajo de
concientización y organización de los más pobres.
En todo caso, las sectas no crean el problema a que aludimos: a lo más, lo
acentúan y dan forma a algunos de los retos que enfrentan la Iglesia y la
izquierda en su relación con el movimiento popular. Es en este sentido que
resultan insuficientes los análisis basados únicamente en la lucha
interconfesional y en la teoría de la conspiración como sustituto del estudio
del verdadero problema fundamental: los cambios provocados por el desarrollo
del capitalismo en la estructura social y la correlación de fuerzas de clase en
el seno de la sociedad y, particularmente, las expresiones de este cambio en la
dimensión ideológica de la vida social.
IV
El problema que plantean las sectas es el de los cambios que
ellas reflejan en el ámbito ideológico de la vida social de nuestros
países. Ese cambio es uno entre otros resultados del desarrollo del
capitalismo dependiente a lo largo de esta década y la anterior, acentuando en
sus rasgos más conflictivos por la propia crisis que hoy afecta el orden
capitalista. Las sectas, en este sentido, constituyen un fenómeno de
polarización en el campo religioso, económico e ideológico de nuestra sociedad.
Ante hechos de este tipo, la denuncia previene, pero no resuelve. La solución
debe provenir del análisis del problema en sus términos reales –esto es,
históricos-, que sustente un cambio en los procedimientos y estrategias para
enfrentarlo. Puede decirse, en este sentido, que la Iglesia institucional
tiende a encerrarse en un callejón sin salida al considerar como desafíos a su
autoridad tanto a las sectas –que constituyen sin duda un problema para ella
desde el punto de vista religioso- como a la Teología de la Liberación, en la
que radica su única posibilidad verdadera de encontrar las soluciones que busca
frente a ese problema..
De la Iglesia institucional, en este sentido, puede entenderse que se encierre
así. Lo hace porque las sectas no le plantean realmente un problema vital, salvo
en lo que se refiere a la disminución de la influencia que se atribuye a sí
misma como factor de conservación del orden social. En esos términos le
resulta más peligrosa a la larga la Teología de la Liberación, por el espacio
de confluencia que abre entre revolucionarios creyentes y no creyentes, que el
desafío de las sectas. Si en el pasado reciente la Iglesia institucional pudo
encontrar términos de convivencia mutuamente beneficiosos con el fascismo
italiano y el nazismo alemán en aras de sus mutuos objetivos anticomunistas,
terminará probablemente por encontrarlos también con las
sectas.
Para la izquierda, sin embargo, el problema no puede ser planteado en los
mismos términos. Le corresponderá la tarea de encontrar aliados entre los
sectores de Iglesia vinculados a la Teología de la Liberación para encontrar
las formas nuevas de lucha que exige todo problema nuevo. En este caso, el de
evitar la conformación de una nueva capa ultrarreaccionaria de carácter pequeño
burgués en el seno de los sectores populares, que ofrezca al imperialismo y sus
agentes nuevos aliados y espacios de maniobra para sus propósitos de
dominación. El cómo de esta tarea, en todo caso, forma parte del problema
más amplio de las relaciones entre creyentes y no creyentes en la lucha por la
liberación nacional y social de nuestro pueblo, y escapa al contenido directo
de esta reflexión que hoy –por hoy-, concluye aquí.
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