Sobre el sentido de la vida en el siglo XXI. Por Alberto Valdés Tola

Vivimos en sociedades complejas, las cuales ideológicamente, lejos de homogeneizar las metas culturales de la humanidad, como en antaño lo hicieron el cristianismo y la idea del progreso (entre muchas otras); hoy por hoy, muchas personas se encuentran sumidas en una suerte de nihilismo, en el que las metas culturales se han desdibujado de los propósitos humanos para dar paso a la más cruda ambivalencia moral; en el que nociones colectivas, relacionadas con principios axiológicos compartidos por los miembros de una sociedad se han ido erosionando, al punto de ser suplantados por una suerte de individualismo, que al tiempo que fortalece la identidad personal de cada individuo o grupo, genera una capa de indiferencia social que amenaza no solo con ahogar los agónicos vestigios de fraternidad y solidaridad que aún existen, sino el mismo sentido de la existencia como colectividad.
De esta forma, no es aventurado suponer que, en los albores del siglo XXI, se empieza a vislumbrar no solo un cambio significativo en los deseos y anhelos de la humanidad, sino en la misma concepción antropológica que tenemos sobre el destino de nuestra especie.
En este sentido, y a diferencia de la antigüedad, en la cual los hombres alcanzaban la gloria, la fortuna y la honra social por medio de la guerra, y del renacimiento, por una suerte de noción antropocéntrica relacionada a la sapiencia y el saber, en la actualidad, la noción de mérito se encuentra vinculada al dinero y a la capacidad de consumo de cada persona.
En este orden de cosas, no es de extrañar que el sentido de la vida ha caído en un derrotero materialista, en el que los hombres ya no adquieren prestigio por medio de sus acciones y pensamientos, sino por su poder adquisitivo.
Así, las nociones axiológicas relacionadas con la moral y la estética han dejado de ser la guía orientadora de la humanidad y han sido reemplazadas o transmutadas (en términos nietzscheanos), so pretexto de ser prejuicios, por una gama infinita de identidades ideológicas, las cuales al tiempo que se manifiestan y exigen su inclusión social, ejercen un fuerte componente de exclusión entre individuos y grupos sociales. Se genera no solo una mayor fragmentación social, sino que se constituye un panorama desolador, en el que el único mecanismo sociológico de integración parece ser el individualismo (aunque parezca una contradicción), que da paso y legitima la misma racionalidad de la sociedad de consumo.
¿Por qué el individualismo termina siendo la base de la sociedad de consumo? La respuesta, aunque algo compleja, pudiera sintetizarse en que, para esta nueva racionalidad, los seres humanos son tan pluridimensionales en sus objetivos y deseos que solo se puede alcanzar la cohesión social por medio del consumismo, ya que esta actividad es común para todos ellos.
En este sentido, el consumismo termina transformando el mismo sentido de la vida, ya que en esta lógica mercantil el mismo se puede resumir en: vivir para consumir. En este orden de cosas, la existencia de las personas se subdivide en dos estratos: uno, de consumidores perfectos, cuyo accionar es el comprar compulsivamente; y otro, de consumidores imperfectos, los cuales, a pesar de sus deseos de consumir, no poseen los recursos necesarios para ser útiles al sistema, lo que no solo genera desigualdad social, sino que crea las bases para un mundo inhumano, en donde las personas no valen lo que son, sino lo que tienen y pueden comprar.
De esta forma, debe entenderse no solo que el sentido de la vida en el siglo XXI está cambiado sustancialmente, en comparación con otros tiempos, sino que el mismo concepto de humanidad empieza a desvanecerse silenciosa y desprevenidamente; lo que debería llevarnos inevitablemente a la desidia humana, para no hablar aún de misantropía colectiva. Ya que al no tener una idea clara de quiénes somos y a dónde queremos llegar como humanidad, no podemos siquiera llegar a preocupaciones antropológicas como: ¿cuál es el verdadero propósito de la humanidad?
Desde luego que no puede ser el de enarbolar un individualismo materialista, que al tiempo que exalta las diferencias, propone una sociedad de consumo que nos transforma en autómatas del consumismo, so pretexto de cohesión humana y sistémica.

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